El florecimiento de la rosa, de Antonia Lácoz

Es como si la(s) vida(s) se empeñara(n) en ocultar con velos más o menos densos la luz originaria que emana desde nuestra alma y la poesía tuviera el don de rescatarnos de nuestras propias tinieblas. Y es que el lenguaje poético, antes de serlo, se manifiesta en el alma como una energía luminosa, vital, que se expande a través del aura y que tiene que ver con una sutil purificación de nuestro prisma interior.

Cuando conocí a Antonia Lácoz la sentí poseída por esa antigua luz espiritual, transformada internamente una suerte de lenguaje poético grabado en su alma antes de ser escrito.

Bromeé conmigo mismo retándome a adivinar algunos de los versos latentes que, tarde o temprano, ella acabaría plasmando en el papel. Tuve claro que me encontraba ante una gran poeta… que, según me informó, era totalmente inédita.

A las pocas semanas ya había nacido Dolor y gozo de la rosa. No le costó trabajo: un libro que su alma había ido grabando desde su niñez, preñado de ese perfume memorable cuyo gozo o dolor lejano van perdiendo sus aristas para transformarse en memoria amorosa.

Un parto sin dolor, largamente madurado durante toda su vida: un poemario entrañable rezumando memoria, constatando la floreciente presencia de lo que creímos ido.

Pero aquello que bien podía haber sido el culmen, fue solo un principio. Y a aquella rosa de perfume doliente le llegó el esplendor inusitado de una primavera imprevista: El florecimiento de la rosa, un “milagro de la primavera” cuando creíamos que estábamos abocados al invierno, un milagro semejante al que el bueno de A. Machado sorprendió reverdeciendo el tronco carcomido de un olmo del Duero. Y es que Antonia Lácoz, con su mirada poética ha sabido desentrañar la extraordinaria luz de lo cotidiano, esquiva a la mirada superficial al uso. Tal vez ese sea el mensaje unitario de todo el libro: enseñarnos a ver el destello maravilloso que refulge en cualquier instante fijándose especialmente en la transformación perpetua que nos ofrece la naturaleza en el trasegar de las cuatro estaciones.

Y es un milagro porque la poeta descubre que, bajo lo que llamamos realidad –ya afirmó Einstein que la realidad tal como la concebimos no existe, pues todo es un pasmoso y atómico vacío- hay una esencia real pero inmaterial, impregnada de honda y potente belleza, y que habita en el paraíso anímico de cada cual.

Allá lejos, La Paloma,

evocada en tu  paraíso,

recuerdos-sueños; mar,

viento, infancia, cielo…

atardeceres de profundidad,

silencio. Solo el oleaje,

el viento y los colores

renovados, indescriptibles

del misterio.

La mirada va desvelando el alma de los paisajes, las hondas vivencias que creímos olvidadas emergen al presente con denodada consciencia lírica hasta alcanzar la plena fusión entre el observador y lo observado, entre el alma del paisaje y el paisaje del alma…

Delicadas ramas de  imperceptible

palidez rosa  mecen sus brazos ,

sus cabellos al viento. Los cipreses

son suspiros oscuros hacia

la tarde arrebolada.

Al final, la voz ya no pertenece al poeta, ni tan solo al lector, sino al paisaje mismo, o mejor dicho, a la totalidad, a la fusión cuya voz merodea por el éxtasis:

también piedra, cielo, vida vibrante,

en unión amorosa, en presencia atenta,

dichosa, sin pensamiento.

Sintiéndome uno con este instante

en que centellea  la vida, ya sagrada.

 

José Membrive

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