La escritora Encarnación Pisonero ha realizado un magnífico artículo del poemario Los cementerios flotantes del autor Antonio Enrique:
LA MUERTE NO TIENE LA ÚLTIMA PALABRA
No es la primera vez que Antonio Enrique acude al simbolismo del cuadro de El jardín de las delicias de El Bosco, así lo vimos en su magnífica novela Rey Tiniebla de 2012; allí predominaba la parte del cuadro referente al infierno, y ahora en Los Cementerios flotantes predominan, las puertas que cierran el tríptico, y de las tablas interiores se centra en la parte referida al mundo.
El tiempo no existe, se diría que habitamos en los renglones del tiempo, pero como existimos, nos preguntamos ¿quiénes somos?, ¿a qué hemos venido? y ¿a dónde vamos?; son las eternas preguntas que no podemos responder categóricamente, pues nadie de los que nos precedieron ha vuelto para contárnoslo. Aquí entrarían los poetas que alcancen la visión de lo inexpresable. Al interrogante ¿a qué hemos venido? Antonio no da respuesta, aunque sugiere la posible necesidad que Dios tiene de nosotros. Sugerente hipótesis, que los pobres mortales fuésemos los peones necesarios de Dios.
Antonio Enrique entra en la categoría de poetas que visita los mundos sutiles, tanto en poesía como en prosa. El poeta visionario tiene la obligación de transmitir lo que le es dado. Nos dice “somos eternidad que acaba de ocurrir”. Todo es un continuo y por tanto nada termina, si nada termina nosotros tendremos que ir a alguna parte, bajo alguna forma, sea esta la que sea. No podemos acabar en la Nada, que sería pensamiento, el alfa y la omega del cosmos.
Los humanos enredamos la madeja con pretensiones absurdas y nos olvidamos de lo esencial, lo que la vida nos ofrece gratuitamente. Otra cuestión sería el planteamiento de si la vida en sí misma, se puede considerar un regalo o un castigo, porque la soledad termina triunfando siempre. Venimos solos, muchas veces estamos solos y nos vamos solos. Se diría con A. Enrique que “la soledad es el alma de las cosas”. Los humanos hemos perdido la razón y vagamos a la deriva, y actualmente estamos más perdidos y solos de lo que nunca estuvo el hombre; y el ruido que nos circunda por doquier, no mata la soledad. Sólo nos aturde.
Antonio Enrique, en Los cementerios flotantes nos habla de este mundo en que vivimos, posiblemente el planeta más hermoso de la galaxia, y de cómo lo estamos destruyendo y acercándonos al fondo. Fijándose en la reciente pandemia del covid, que abarcó a todo el planeta, acude al Apocalipsis de San Juan, pues con esta tragedia, por primera vez, el planeta ha sonado al unísono, tanto en el silencio como en la voz. Y hay muchos indicios de que ya están puestos los cimientos de la nueva era, aunque no sabemos cómo será su mundo ni los nuevos seres, si sufriremos metamorfosis o pereceremos en un cataclismo, y todo será nuevo.
La Historia, por desgracia, repite sus errores, y una vez más los humanos estamos perdidos en nuestra algarabía sin atender a la realidad que nos atrapa con sus engaños. Y si fuéramos realistas diríamos, que nuestra tierra es un error, los humanos otro error y nuestras acciones un horror. La tierra hoy es un planeta enfermo, nuestra madre tierra está envenenada, los mares contaminados, y los seres humanos también estamos enfermos. Pero decir esto no vende, no tiene público, no gusta oírlo y aterra pensarlo. Pero nos guste o no, es así de lamentable.
Nos habla de los crímenes del gran dictador. Ignoro si ha visitado los campos de exterminios, pero sin duda es terrible la carga de negatividad allí acumulada. ¿Cómo se verán estos campos en los cementerios flotantes? cuando “fueron esqueletos antes que muertos”. Quizá allí no floten por exceso de carga.
El cosmos es el lugar donde se esconde Dios; los humanos al morir, una parte de nuestro ser vaga por el espacio, diríamos que la parte sutil o poéticamente, la parte con la que el hombre sueña, los creyentes dirían el alma o el espíritu. Plutarco ya decía que la luna es el primer lugar a donde van las almas al morir, y también Antonio Enrique ubica allí un cementerio, pero no es el único, pues hay muchos y todos viajan por el espacio.
Del cuadro del Bosco, Antonio toma la parte que representa el mundo, y destaca las fresas, como símbolo del placer. Si bien el cuadro mirado detenidamente sólo vemos tres fresas y el resto, que pudieran parecerlo, son cerezas y madroños, detalle insignificante pues hay que tomarlo simbólicamente, y aunque las fresas son signo de placer, terminan “rezumando amargura” hasta que las devore “el leopardo del olvido”. Pero la parte más significativa, y aquí hay un verdadero acierto de A. Enrique, es que toma las tablas que cierran el cuadro, una esfera suspendida en el espacio, que en si justifica el título de Los cementerios flotantes, y que es la portada del libro.
Los muertos que están en estos cementerios viven como hibernados, a la espera ¿de qué? Nos ven, pero no pueden tocarnos ni hablarnos. Se diría que los muertos fingen estarlo, y puede que estén más vivos que nosotros. Los muertos esperan el eterno retorno, la liberación si consiguen purificarse o la desintegración. La vida no es más que vibración, y los hombres estamos enfermos como la tierra, hemos hecho enfermar la materia y por ende el espíritu. Por eso vamos sin rumbo.
La humanidad está tan degenerada que no es difícil ver la involución en la que estamos; el tema no es para tomarlo a broma. Nos dice como quien lo ve tan claro como el sol “el planeta aprieta, acelera su calavera” y en otro poema “pareciera que el mundo está a su fin”, por ello en determinados momentos el poeta considera que sólo en “la locura está la redención, los que la escogieron lo saben”. Teme que él mismo pueda caer en ella, pues sabe muy bien lo peligrosa que es la materia con la que trabaja. La palabra nunca es inocente.
Todo en la naturaleza es dual, arriba-abajo, derecha-izquierda, dentro-fuera, visible-invisible. La naturaleza es espejo de nosotros mismos, somos naturaleza, y si tomamos como modelo un árbol, las raíces son más extensas que las ramas, y aunque no se ven, no solo existen, sino que ellas son las que posibilitan la existencia. El hombre actual no quiere más que lo palpable, lo que se consigue rápido y sin esfuerzo. Nos dice “sino destruyo/no soy feliz, si no mato no vivo”. Aquí coincide Antonio con Chantal Maillard cuando nos habla del hambre, y la difícil compasión. Por ello Antonio, en una sublimación concluye “véngate con el amor/vence con el perdón”. Todo lo que no sea amor es un error.
En este libro, Antonio duda y se debate entre que la muerte sea colofón o simplemente un paso más. Estamos tan en tránsito que es imposible que la muerte sea el final. Es un libro pesimista pero no podía ser otra cosa. La alternativa final que nos da es que la muerte no tiene la última palabra. Y aquí, tal vez, estaría la felicidad que se nos negó en esta vida, sobre todo si se alcanza la liberación porque con ello se acabaría la rueda del samsara. Y nos confiesa que no desea retornar más a esta tierra.
Encarnación Pisonero
Madrid, enero 2023